Los lóbulos frontales corresponden a la última adquisición encefálica en la escala de la filogenia y equivalen a la tercera parte de la masa total de los hemisferios cerebrales. En la dimensión de la ontogenia es una de las últimas regiones en completar su desarrollo. El proceso de mielinización de esta zona aumenta desde los cuatro hasta los trece años pero continúa hasta la adultez. (Portellano-Pérez, 1993). La corteza prefrontal se conecta masivamente con estructuras subcorticales (sistema límbico, núcleos de la base, ganglios basales, cerebelo) y corticales (corteza parietal, temporal), configurando los circuitos frontoestriatales, frontotalámicos, frontoparietales, etc. (Jódar-Vicente, 2004).
El cerebro anterior (configurado por los lóbulos frontales) posee la misión de evaluar la información recibida por el cerebro posterior (conformado por los lóbulos temporales, parietales y occipitales) y se ocupa del planeamiento, el auto-monitoreo y la organización de actividades motrices y cognitivas. El cerebro anterior posee gran relevancia ya que muchos de sus componentes tienen funciones asociativas posibilitando la integración de la información proveniente de diversos módulos, facilitando la programación de la inteligencia y el pensamiento abstracto.
En las neurociencias se relaciona a las funciones intelectuales superiores con las regiones del lóbulo frontal. El sector frontal del cerebro ha sido denominado el “órgano de la civilización” (Goldberg, 2002).
Las funciones ejecutivas (FE) se asientan principalmente sobre los soportes anatomofuncionales de los lóbulos frontales y sus conexiones. El sistema ejecutivo coordina los múltiples y complejos procesos necesarios para iniciar y detener operaciones mentales, para mantener la motivación y la persistencia. Las funciones integrantes del sistema ejecutivo son: capacidad de planificar la conducta orientada a una meta, programar las acciones necesarias para alcanzarla, monitorear la puesta en marcha del plan para comprobar su arreglo al objetivo, rechazar la interferencia de estímulos externos que no sean relevantes para el plan de acción, poseer flexibilidad para la corrección de errores o para incorporar conductas nuevas en función de los estímulos del entorno que sean relevantes, capacidad para reconocer el logro de los objetivos y finalizar la acción (Sánchez-Carpintero & Narbona, 2001). Alexander R. Luria ha brindado aportes valiosos acerca del estudio del funcionamiento ejecutivo (1966, 1973, 1978), del rol del lenguaje en la autorregulación del comportamiento y de la dimensión sociocultural en el desarrollo de procesos cognitivos complejos (Luria, 1976, 1982) pero sólo recientemente han comenzado a ser atendidos. Debido al avance de las tecnologías de neuroimagen, el estudio del rol de la corteza prefrontal se ha convertido en uno de los temas más relevantes de las neurociencias contemporáneas. Esta región cortical está vinculada a procesos ejecutivos y a muy diversas áreas del funcionamiento cognitivo.
La atención, la memoria de trabajo, el procesamiento de la información, la organización de la conducta, el juicio y la habilidad para enfrentar situaciones nuevas son actividades que se ven afectadas cuando hay problemas en el funcionamiento ejecutivo. El concepto de FE es un constructo cognitivo (Welsh, 2002) que en la literatura psicológica y educativa suele abarcar a un conjunto de funciones cognoscitivas complejas interrelacionadas y necesarias para el aprendizaje complejo (Lyon & Krasnegor, 1996; Morris, 1996). En un análisis de la historia del concepto de funciones ejecutivas y de su medición, Welsh (2002) concluye que en esencia las funciones ejecutivas consisten en procesos básicos coordinados para un propósito específico: dirigir la actividad hacia una meta. La coordinación y el control de estos procesos justifican el uso del término ejecutivo. Especialistas en el campo han generado diferentes definiciones del funcionamiento ejecutivo que resaltan distintas dimensiones (Borowski & Bruke, 1996; Pennington, Bennetto, McAleer & Roberts, 1996; Denkla, 1996ª; Barkley, 1996; Hayes, Gifford & Ruckstuhl, 1996; Graham & Harris, 1996; Welsh, 2002, en Rodríguez-Arocho, 2004; Carpintero & Narbona, 2001).
La sintomatología cognitiva que aparece tras los daños que afectan a los lóbulos frontales suele denominarse: Síndrome Disejecutivo (Robbins & Evertitt, 1999) y corresponde a trastornos del razonamiento y del lenguaje, incapacidad de generar estrategias para la resolución de problemas, déficit en el control motor, en la flexibilidad cognitiva, en la motivación, personalidad, atención, percepción y creatividad, asimismo se presentan dificultades para anticipar las consecuencias de los actos y aparece escasa inhibición de comportamientos impulsivos (Jódar-Vicente, 2004). Los pacientes con lesión prefrontal tienen dificultades para tomar decisiones (Bechara et al, 2000; 2001) y para regirse por medio del raciocinio social (Butman y Allegri, 2001).
El cerebro anterior (configurado por los lóbulos frontales) posee la misión de evaluar la información recibida por el cerebro posterior (conformado por los lóbulos temporales, parietales y occipitales) y se ocupa del planeamiento, el auto-monitoreo y la organización de actividades motrices y cognitivas. El cerebro anterior posee gran relevancia ya que muchos de sus componentes tienen funciones asociativas posibilitando la integración de la información proveniente de diversos módulos, facilitando la programación de la inteligencia y el pensamiento abstracto.
En las neurociencias se relaciona a las funciones intelectuales superiores con las regiones del lóbulo frontal. El sector frontal del cerebro ha sido denominado el “órgano de la civilización” (Goldberg, 2002).
Las funciones ejecutivas (FE) se asientan principalmente sobre los soportes anatomofuncionales de los lóbulos frontales y sus conexiones. El sistema ejecutivo coordina los múltiples y complejos procesos necesarios para iniciar y detener operaciones mentales, para mantener la motivación y la persistencia. Las funciones integrantes del sistema ejecutivo son: capacidad de planificar la conducta orientada a una meta, programar las acciones necesarias para alcanzarla, monitorear la puesta en marcha del plan para comprobar su arreglo al objetivo, rechazar la interferencia de estímulos externos que no sean relevantes para el plan de acción, poseer flexibilidad para la corrección de errores o para incorporar conductas nuevas en función de los estímulos del entorno que sean relevantes, capacidad para reconocer el logro de los objetivos y finalizar la acción (Sánchez-Carpintero & Narbona, 2001). Alexander R. Luria ha brindado aportes valiosos acerca del estudio del funcionamiento ejecutivo (1966, 1973, 1978), del rol del lenguaje en la autorregulación del comportamiento y de la dimensión sociocultural en el desarrollo de procesos cognitivos complejos (Luria, 1976, 1982) pero sólo recientemente han comenzado a ser atendidos. Debido al avance de las tecnologías de neuroimagen, el estudio del rol de la corteza prefrontal se ha convertido en uno de los temas más relevantes de las neurociencias contemporáneas. Esta región cortical está vinculada a procesos ejecutivos y a muy diversas áreas del funcionamiento cognitivo.
La atención, la memoria de trabajo, el procesamiento de la información, la organización de la conducta, el juicio y la habilidad para enfrentar situaciones nuevas son actividades que se ven afectadas cuando hay problemas en el funcionamiento ejecutivo. El concepto de FE es un constructo cognitivo (Welsh, 2002) que en la literatura psicológica y educativa suele abarcar a un conjunto de funciones cognoscitivas complejas interrelacionadas y necesarias para el aprendizaje complejo (Lyon & Krasnegor, 1996; Morris, 1996). En un análisis de la historia del concepto de funciones ejecutivas y de su medición, Welsh (2002) concluye que en esencia las funciones ejecutivas consisten en procesos básicos coordinados para un propósito específico: dirigir la actividad hacia una meta. La coordinación y el control de estos procesos justifican el uso del término ejecutivo. Especialistas en el campo han generado diferentes definiciones del funcionamiento ejecutivo que resaltan distintas dimensiones (Borowski & Bruke, 1996; Pennington, Bennetto, McAleer & Roberts, 1996; Denkla, 1996ª; Barkley, 1996; Hayes, Gifford & Ruckstuhl, 1996; Graham & Harris, 1996; Welsh, 2002, en Rodríguez-Arocho, 2004; Carpintero & Narbona, 2001).
La sintomatología cognitiva que aparece tras los daños que afectan a los lóbulos frontales suele denominarse: Síndrome Disejecutivo (Robbins & Evertitt, 1999) y corresponde a trastornos del razonamiento y del lenguaje, incapacidad de generar estrategias para la resolución de problemas, déficit en el control motor, en la flexibilidad cognitiva, en la motivación, personalidad, atención, percepción y creatividad, asimismo se presentan dificultades para anticipar las consecuencias de los actos y aparece escasa inhibición de comportamientos impulsivos (Jódar-Vicente, 2004). Los pacientes con lesión prefrontal tienen dificultades para tomar decisiones (Bechara et al, 2000; 2001) y para regirse por medio del raciocinio social (Butman y Allegri, 2001).